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La torre de Joyce

El otro día me dio por ver a mi amigo Patrick. Quedamos en uno de los pubs que hay en la zona de Black Rock. Son los auténticos pubs irlandeses, antiguos, sin cambios en los últimos cien años, por lo menos, con sillones y mesas amplias, y un hogar alimentado por leña al final del salón. Nos tomamos unas cuantas pintas de Guinnes y hablamos de los viejos tiempos, cuando llegué por primera vez a Irlanda de la mano de Dylan Thomas y su poesía. Claro que como guía de Dublín el Ulysses de Joyce en el morral. Un morral vacío de teléfonos móviles y con ausencia total de tecnología, ni portátil, ni agenda electrónica. Solo un puñado de bolígrafos transparentes, un par de plumas heredadas de la Pan-Am -sí, de oro macizo entonces, de oro macizo ahora- y muchos cuadernos con traducciones de Kavafis y de Ungaretti, al que leía al principio solo por ser poeta alejandrino, y al que he leído y sigo leyendo por su desoladora concepción de la existencia. Algo así como un Cioran musical y místico, pero lleno de belleza.
Decía que quedamos para tomar unar pintas, comer unas salchichas de tripa de borrego y luego, como hacemos de vez en cuando, no más de un par de veces al año, peregrinar por la costa rota por el mar hasta la torre donde Joyce escribió el Ulysses. Me apetecía volver a ascender por la piedra llena de miedo hasta la alcoba donde pasaba los días, bueno, una semanita más o menos, de farra con sus amiguetes. Joyce-Dedalus, frente al mar siempre medio revuelto que se puede ver frente a la torre Martello. Joyce-Dedalus bendiciendo el pan, bendiciendo el vino, bendiciendo el whisky, bendiciendo la pobreza y la rebelión absurda de la letras, esta ficción frente a la vida. Y Patrick B. diciéndome antes de emprender el camino que quizás estaba muy lejos para ir esa noche. Y yo, tan débil como siempre, tan devil como siempre, bebiendo de la petaca que me ofrece.

No más torres Martello, amor. Es preferible tirarse al paso del ferry que lleva a Troon o Stranraer, para probar suerte con sus hélices. Y sentir, como en esos campos de la infancia, la luz de los girosoles romperse en mil y jugar con el agua turbia que rocía el amanecer.

No más torres Martello. No más.

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