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Estado de malestar, Estado fallido. Por José María López Jiménez

Enfilamos la recta final de 2012 y todo sigue igual. Llegamos a pensar por un momento, vanamente, que este año quedaría grabado a fuego en el friso de la Historia, pero si por algo se le recordará será por ser el año en que formal y definitivamente se desvaneció esta entelequia que se llama España, o de otras diecisiete formas distintas, por poner un número. Este será uno de los años más negros de nuestro inestable recorrido común, quedando a la altura de 1648, 1713, 1823 o 1898.
Los compatriotas de 1812, que tuvieron algo más de visión, procedentes de la metrópoli y de las colonias de América, ya nos alertaron sobre los riesgos del excesivo endeudamiento público, sirviera para tapar la deuda privada o no, y sus palabras aún resuenan como un eco: «La deuda pública reconocida será una de las primeras atenciones de las Cortes, y éstas pondrán el mayor cuidado en que se vaya verificando su progresiva extinción, y siempre el pago de los réditos en la parte que los devengue».
Si nos remontamos al principio, resulta que la polis requería tres elementos para existir: un territorio propio, suficiencia económica (autárkeia) e independencia política expresada por leyes propias, en un preciso equilibrio entre intereses públicos e intereses privados.
De territorio aún disponemos, aunque es evidente que no tanto de autarquía ni de independencia política.
Antes de continuar hay que aclarar algún concepto. No nos referimos aquí por autarquía al régimen que se sostiene exclusivamente sobre sí mismo, al autosuficiente, este argumento carece hoy día de consistencia y nos retrotrae a algunos de nuestros años más oscuros, sino al que es sostenible y tiene sustancia y humildad para potenciar y multiplicar esta sostenibilidad con el libre intercambio con terceros.
Acerca de la independencia política, en términos análogos, Estado independiente no es el que va completamente por libre, de ignorante o arrogante según se mire, al margen de cualquier relación con sus pares, ya sea bilateral, regional o global, sino el que con la interacción con terceros, sin renuncia a su identidad propia, se proyecta al exterior en procesos de colaboración y cooperación más o menos intensos, con los que todos ganan. No hay duda de que la participación de España en la Unión Europea es sumamente enriquecedora, a costa de algo de soberanía o independencia, aunque con la convicción de que no estamos solos, de que no somos comparsas, de que aportamos.
Con estos matices, no somos independientes ni en lo económico ni en lo político, si es que estos ámbitos admiten separación práctica. En lo económico, se nos viene llamando continuamente la atención acerca de nuestra excesiva y mal llevada descentralización. Así, por ejemplo, la Recomendación del Consejo de la Unión Europea, de 10 de julio de 2012, sobre el Programa de Estabilidad de España para 2012-2015, recalca «los escasos resultados últimamente registrados» por las Comunidades Autónomas en cuanto a sus objetivos presupuestarios, y nos recuerda la segmentación del mercado interior español por la multiplicidad de Administraciones, la falta de coordinación y la proliferación normativa. Somos el país de la Unión «en el que más tiempo se tarda en obtener una licencia de actividad». O sea, que lo público coarta y ahoga lo privado, con ruptura del deseable equilibrio entre ambas esferas.
Y en lo político, pero relacionado estrechamente con lo económico, las últimas leyes que pretenden recortar los gastos del Estado y su saneamiento financiero como base para un posterior desarrollo estable y sólido, desde las medidas de mayo de 2010 hasta las más recientes de los últimos meses, y las por venir, se promulgan al dictado de lo que se nos ordena desde fuera. Se da una aparente contradicción, que sirve de coartada para algunos, y es que los que financian nuestros excesos, nuestro déficit, nos imponen previamente condiciones para acceder a esa vital financiación. Pero, como relata Ekaizer, lo contrario supondría «echar agua en un cubo con agujeros» (Indecentes, 2012). Si no se cumplen las condiciones no se recibe la financiación, y si no se recibiera la financiación se habría de declarar la bancarrota del Estado, con graves consecuencias para los acreedores y los socios europeos, en particular para los que comparten la moneda común. El imperfecto diseño de la Europa económica, monetaria, fiscal y presupuestaria ata a nuestros socios para bien y para mal: la suerte de España es la suya.
Se está hablando poco últimamente de un documento crucial, firmado a finales de julio, el Memorando de Entendimiento, también conocido por su acrónimo en inglés, no carente de connotaciones futbolísticas, el «MoU», que recoge el proceso de reestructuración bancaria que se habrá de acometer en los próximos meses, con las condiciones para acceder a los 100.000 millones de euros comprometidos por nuestros socios europeos. Estas condiciones no afectarán sólo a la banca, sino que las autoridades españolas también se obligan a una reforma tributaria, a llevar a la práctica la reforma laboral, a liberalizar determinados mercados (el eléctrico y el gasístico), a la erradicación de las trabas a la actividad empresarial, etcétera.
Por tanto, nos podemos preguntar, ¿cuál será la contrapartida cuándo la ayuda no se destine a la banca sino directamente al Estado? Tiene su encanto jugar a la ruleta rusa, especialmente cuando se dispara sobre cabeza ajena.

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