Estoy pasando unos días en Madrid en casa de mi amigo y excelente narrador costarricense Eladio Oresnes, tras tener que pasar por Alcalá de Henares para firmar unos libros en La librería de Javier, librería, de la que tendré que hablar en otro post largo y tendido porque se lo merecen, desde luego.
Aunque prefiero leerlo en su lengua original, no siempre tus amigos tienen en casa un ejemplar a mano de Kavafis, y la traducción de José María Álvarez me sigue pareciendo acertadísima. Así que, cuando esta mañana Eladio se fue a su trabajo en central de carga del aerpuerto, me dispuse a leer a Kavafis tras haber pasado casi tres años de su última lectura que, como no, tuve que hacer en la terreza del mi habitación en el Hotel Nueva Inglaterra, frente a la bahía de Alejandría que tanto amó.
Kavafis nunca desmerece con el tiempo, ni con los años. Aún recuerdo el impacto que causó en mí su profunda percepción de la realidad cuando era apenas un muchacho imberbe de trece años. El afán de convocar a esos escritores de la Alejandría clásica, su evocación del deseo, su amor hedonista por la belleza del cuerpo, la nostálgica rememoración de un tiempo pasado donde la gloria de la ciudad de Alejandría tiene nombres propios, me siguen resultando un espacio poético donde permanecer, como esos jardínes de Luxemburgo en París, o el querido Jardín Botánico de Eladio en Madrid.
Aún recuerdo las tardes que he pasado sentado en L’elite rellenado las páginas en blanco de mis cuadernos con anotaciones que quién sabe qué habrá sido ellas. Pero ese pensamiento permanece en mí, remain, es más acertado este vocablo, contemplando la letra caligrafía de Kavafis en la pared mientras una muchacha copta, sentada sola en una mesa, el rostro descubierto y la mirada viva de los audaces, me ensañaba los dibujos a plumilla que había realizado de todas aquellas cosas que le llamaban la atención de la Alejandría triste y decadente de hoy, la Alejandría que amo sobre todas las ciudades.