Miroslav Tichy y Walter Benjamin, mínima historia de la creación.
El 12 de abril de 2011 falleció en Kyjov, República Checa, Miroslav Tichy. Nacido en 1926 en la misma ciudad que le vio morir, el interés que despertó su obra en la parte final de su vida niveló la balanza de una existencia que fue duramente castigada, tanto por la mediocridad de sus inicios en los que ejercicio de pintor académico ―poco original, a decir de algunos críticos― como por la persecución obsesiva que sufrió por parte del régimen comunista checo. No podemos dejar de mencionar los intentos caritativos de almas biempensantes o de los servicios sociales del mercadeo del arte que, en las últimas décadas, habían intentado «rescatarlo» de la vida que había escogido vivir, aunque fuera tan solo por recibir a cambio algunas de las instantáneas reveladas en sus cacerías de imágenes por las calles de Kyjov.
Durante años se nos ha adoctrinado por parte de la crítica de las expresiones artísticas que vida y obra en un creador forman parte de dos mundos que se rozan tangencialmente, pero, para nosotros, como seres humanos insertos en un sistema vital donde nuestros actos no pueden quedar escindidos de lo que somos y de lo que vivimos, aunque solo sea con la finalidad última de que la existencia propia y ajena pueda albergar algún sentido y se nos permita, de este modo, vivir en un mundo con el menor número de incógnitas posibles, saber de Tichy, conocer quién fue y a qué intereses servía, en cierta manera, nos sirve de contrapeso normalizador al espacio en el que se ha situado su obra ―de forma paulatina, mas implacable― en la Historia del Arte contemporánea. Apenas pasados unos años del nacimiento de Miroslav Tichy, otro creador, Walter Benjamin, en 1931, publicaba unos de los textos más interesantes sobre la aparición este arte, «Pequeña historia de la fotografía», en el que siguiendo su habitual estilo de investigación creadora se sumergía, a través de múltiples textos interconectados pero independientes entre sí, en este fenómeno, al que describió, en un primer momento, como un puro y, en un segundo estadio en el que seguimos inmersos, dominado por su mercantilización. Si Benjamin hubiera tenido tiempo suficiente para vivir y conocer la obra de Tichy, hubiera descubierto que el ideal del arte por el arte, al menos en el mundo del daguerrotipo, había seguido vivo hasta hace bien poco, en una concepción «clásica», en la obra del fotógrafo checo. Claro que este ideal lo asumía Tichy solo parcialmente, pues, como sabemos y se nos ha demostrado a lo largo del último siglo, el mercado se perfecciona y es capaz de rentabilizar a sus hijos más díscolos: siempre existen agentes ―que podemos denominar económicos― dispuestos a iniciar un proceso de intermediación mediante el cual los objetos artísticos se transforman en bienes, tanto tangibles como intangibles, iniciándose de esta manera un proceso de desnaturalización del arte, en el que solo la producción artística puede quedar fuera de la esfera de los procesos económicos, si esta no es su finalidad primaria. Tichy y Benjamin representan, por otra parte, dos modelos antagónicos de figuras polarizadoras de lo que Benjamin denominaba «alta cultura».
Él mismo como intelectual más allá de los intelectuales académicamente establecidos, sumido en un esfuerzo constante por comprender la realidad que le rodeaba, lo que le llevó a una voraz necesidad de sistematizar conocimiento. No desde una perspectiva única y preestablecida: sabía que la realidad es lo absolutamente verdadero, como podría afirmar Heidegger, pero que, sin embargo, solo se puede fijar lo real en su devenir, y que esa captura llega, como una trampa de fotones, en la imagen capturada en la cámara oscura de los primeros aparatos fotográficos. Tichy, por su parte, es lo que generalmente se denomina un «outsider» en el mundo de la cultura, pero es un «outsider» real, en la total exclusión social, económica, artística, porque brota de un rechazo de todo aquello que escapa de su control. Ver a Miroslav Tichy bebiendo de una botella de vino, desdentado, entre las ruinas de su cabaña, con sus cámaras confeccionadas con los objetos que encuentra revolviendo en la basura produce un efecto descorazonador por un lado, desmitificador por otro, ya que en su discurso ―inconexo, irreal, hecho juego paródico y alegórico en su propia persona y proyección al mundo― desdice a aquellos que, por sorpresa, lo han situado en el centro de la escena y del mercado del arte, sobre todo, cuando en medio del caos vital enlaza en su discurso el juego de la imagen captada con las teorías platónicas y el dominio de la voluntad de Schopenhaeur. Todo ello aderazado con una sonrisa burlona, una ironía mordaz en el modo, ordenado, en el que construye y deconstruye sus palabras.
Es la imagen en movimiento, la ilusión de lo verdadero en el continuum, donde los ejes temporales de lo capturado en un fotograma (lo ucrónico, lo verdadero) avanzan por la ficción de continuos instantes detenidos, a los que se sustrae de lo sincrónico mediante la ilusión de lo real, de lo vivido. Es el mito de la caverna del que habla José María López, nuestro contemporáneo y amigo, cuando habla de la ficción en la que viven inmersos los habitantes de los sistemas financieros. Es la misma ficción que nos alcanza a nosotros, los apenas diletantes, que vivimos de espaldas a la realidad o irrealidad de lo que percibimos o consideramos como arte, sin ni siquiera proponérnoslo, o quizás sí Otra imagen, la de Walter Benjamin en una biblioteca, consultando sus fichas, atildado, con el logro burgués de la pluma entrelazada entre los dedos pulgar e índice la mano derecha, ajeno al objetivo que captura su imagen, mientras la mano izquierda detiene, con todos los dedos de la mano extendidos, las láminas que consulta. La mirada se concentra en ellas, el cabello encanecido y, las gafas, de montura fina, armadas hasta el principio de la nariz, detenidas en un instante para siempre, o, al menos, para un siempre que esperemos que nos alcance.
La nariz, como un reconocimiento más allá de lo implícito de su origen judío, y el traje de tweed, con chaleco, con la corbata ancha perfectamente anudada demostrando que hay una línea cierta y delgada que lo une al artista checo, con la barba blanca desatada y el traje negro impoluto, planchado para la ocasión, mientras habla a alguien a la derecha del objetivo, como si dos dandis, de otro tiempo, no hay duda, dialogaran con nosotros a través de un incesante juego de imágenes detenidas. Si lo pensamos bien, no somos más que la combinación realizada en nuestra memoria, el asidero al que se agarran esos frágiles replicantes que todos albergamos en nuestro interior, cuando contemplamos una memoria construida por instantes captados a través de una cámara fotográfica.
¿Qué diríamos si hubiera una instantánea tomada por Tichy en el momento en que Benjamín se quitaba la vida? ¿Sería a través de una ventana? ¿Por el resquicio que deja una rendija apenas vista entre los visillos? Recuerdo un poema de Brecth en el que escribe sobre la muerte de Benjamin, su amigo. Recrea, con la fuerza de los versos, con ese caudal que emana de la poesía, el acto, intelectual, de su suicidio. No es como ese poema de Ginsberg en el que entabla conversación con Ernesto «Che» Guevara al contemplar su imagen, sin vida, en un periódico tras su muerte en Bolivia. La muerte, sobrevenida por otros, ejecutada por otros, no se detiene unos instantes después de producirse.
No es una recreación intelectual, es el resultado de un acto de contemplación, el fogonazo que capta la emoción de un instante en forma de poema tras los disparos: «En un periódico europeo la foto de tu rostro joven cuando te mataron; tus ojos abiertos de niño radiante femenino, con muy poca barba. Tumbado sonríes sereno como si los labios de una mujer besaran partes invisibles de tu cuerpo. Cadáver reposado de un muchacho angélico» Estos últimos años han sido publicados algunos textos sobre Tichy, el que más me ha interesado ha sido el Elena Vozmediano, publicado en El Cultural, el veinte de febrero de 2009. En él, a la par que nos introduce en las distintas exposiciones fotográficas realizadas a partir de la obra de Tichy, existentes por aquellas fecha en España, nos introduce someramente en la vida del artista. Desde las primeras línea nos plantea el dilema de si nos encontramos con una obra que se puede encuadrar dentro del «brut art» o si bien, lo que tenemos en frente de nosotros, es la obra de un artista genuino, consciente de la producción de una obra única y singular y que, como hemos señalado previamente, se encuentra más allá de los límites establecidos de la cultura general (ausencia de público, producción privada, no destinado al consumo, al margen de los valores convencionales que marcan lo socialmente correcto y culturalmente prevalente).
Vozmediano señala el particular método que sigue Tichy para capturar sus imágenes: una cámara hecha por su propia mano (este es un detalle en el que habría que indagar desde perspectivas múltiples), que camina por las calles empujado por el azar y que persigue a las mujeres que fotografía con el mismo espíritu merodear de los múltiples protagonistas que inundan los poemas de la Ciudad del hombre, Barcelona, de José María Fonollosa. Como artista ejemplar que fue, nada interesado en la farándula del mercado del arte ni en la fama, únicamente dedicado a captar la realidad que más le fascinaba por el objetivo de su desvencijada cámara, Miroslav Tichy es el contrapunto del este a los artistas del mundo occidental, coetáneos suyos en la década de los setenta y los ochenta del pasado siglo, los cuales tenían, como principal objetivo vital, la intención de sobrevivir dignamente por medio del ejercicio de su talento artístico. No hay malo en ello, es cierto.
Estos días he estado pensando en cómo la voluntad de escritura consiguió «salvar» a C. Bukowski de los malos vinos y de la cerveza barata, para llevarlo al whisky escocés de quince años y a emborracharse en restaurantes elegantes rodeado de una cohorte de admiradores, muy del gusto de esta época pop y postmodernista en la que vivimos, aunque nos pese. En el fondo, Bukowski se tomaba tan en serio su compromiso con la escritura como Miroslav con la fotografía: solo querían hacer lo que más les interesaba, aunque el primero prefirió el camino que el sueño americano le mostraba, mientras que Tichy, el nihilista social, antepuso su independencia vital y personal y prosiguió, obsesivo, su empeño en devolver las imágenes del presente a la categoría de pasado continuo en el que vivimos mediante su prodigiosa cámara fotográfica, suerte de máquina del tiempo.
Minerva Reynosa publicó en su blog hace ya más de un década un post en él que se reproducía una pequeña fracción del documental de Buxbaum sobre Tichy «Tarzán en la jubilación». Este documental es una interesante aproximación al contraste entre repercusión de la obra de Tichy y la vida del mismo dentro de las numerosa bibliografía existente en la red sobre su obra, les recomiendo la breve aproximación que realiza Nicholas Forrest: A life less ordinary, que vincula de nuevo a Miroslav Tichy con Bukowski y, alejándonos un poco en el tiempo, con Benvenutto Cellini, otro artista de vida desmedida.
Pero no podemos terminar este texto sin recordar un texto de Walter Benjamin sobre la fotografía que, sin saberlo, nos acerca al modo de trabaja de Tichy, a hurtadillas, siguiendo con paso vacilante a las mujeres que gustaba de retratar y que, una vez reveladas, dejaba al pairo en el desorden de su hogar: «La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos; distinta sobre todo porque un espacio elaborado inconscientemente aparece en lugar de un espacio que el hombre ha elaborado con consciencia.
Es corriente, por ejemplo, que alguien se dé cuenta, aunque sólo sea a grandes rasgos, de la manera de andar de las gentes, pero seguro que no sabe nada de su actitud en esa fracción de segundo en que se alarga el paso. La fotografía en cambio la hace patente con sus medios auxiliares, con el retardador, con los aumentos. Sólo gracias a ella percibimos ese inconsciente óptico, igual que sólo gracias al psicoanálisis percibimos el inconsciente pulsional». Ficción, solo eso, es lo que vemos a través del objetivo de la cámara de Tichy, fragmento de realidad, sueño desconcertante, vigilia imposible de distinguir del sueño, como nos dice Descartes, siempre, y tantas veces.