La imagen de una mujer en una manifestación con una pancarta en la que se podía leer «Franz Kafka for President» me ha acercado de nuevo a su escritura, a las vicisitudes que su obra ha soportado a lo largo de los años transcurridos desde su muerte en junio de 1924. La imagen, tomada por David Fenton en una manifestación en la ciudad de New York, en 1968, no será el primero ni el último de los extrañamientos que suceden tras su muerte. El mismo hecho de que hoy día esa imagen circule por internet, como un pequeño post viral, de muro en muro y de correo en correo, no debería dejar de extrañarnos.
En cierto modo, la imagen de Kafka es un ejemplo opuesto a la figura de Salinger, más aún si pensamos en la repercusión pública que tuvo la difusión de su obra durante su vida y la actitud tan diferenciada entre estos escritores y el entorno que les rodeaba. Son tantas las diferencias que, cuando medito sobre todo lo que les separa, sería mejor escribir sobre las coincidencias entre uno y otro, más que en sus diferencias.
Y así me encuentro tirando un poco del hilo de la escritura secreta y privada, estirando el ovillo de Ariadna que no nos puede conducir al exterior de nuestro propio laberinto. Estar de nuevo frente al tema del deseo de la escritura como placer personal, como labor íntima que no debe de ser descubierta ni ofrecida a los otros frente a la imposibilidad de dar luz a lo escrito, como una suerte de silencio impuesto por las circunstancias externas al autor. En cierto modo, la tecnificación de la comunicación y su masiva implantación en la sociedad humana contemporánea han evitado que este mal particular se extienda como un cáncer entre los creadores, en los tiempos actuales, frente al deseo de comunicar se impone la necesidad de monetizar el esfuerzo creador y darle la capacidad de generar ingresos que permitan a los escritores —y toda suerte de artistas en general— la posibilidad de vivir de su esfuerzo creador.
Ya Aldous Huxley, en 1931, se anticipó a la irrupción de los avances tecnológicos que iba a procurar en el mundo de la cultura un cambio sin precedentes cuando escribía lo siguiente: «Por cada página que hace cien años se publicaba impresa con escritura e imágenes, se publican hoy veinte, si no cien. Por otro lado, si hace un siglo existía un talento artístico, existen hoy dos. Concedo que, en consecuencia de la instrucción escolar generalizada, gran número de talentos virtuales, que no hubiesen antes llegado a desarrollar sus dotes, pueden hoy hacerse productivos. Supongamos pues… que haya hoy tres o incluso cuatro talentos artísticos por uno que había antes. No por eso deja de ser indudable que el consumo de material de lectura y de imágenes ha superado con mucho la producción natural de escritores y dibujantes dotados». Aunque su opinión personal puede compartirse o no por otros matices que merecerían un post aparte, resulta revelador la percepción que posee acerca de la tecnología como herramienta amplificadora de las artes y, por extensión, de cómo en la sociedad actual el valor del silencio del creador asume unos roles no comparables con lo de las épocas anteriores a la irrupción de la web 2.0.
Vuela de este modo la mirada a la figura de Kafka y a su deseo, incumplido, de que su obra inacabada fuera destruida a su muerte. Al igual que Virgilio, sentía que lo inconcluso, lo inacabado, no debía ser puesto en conocimiento público, sentimiento que refleja una mezcla de pudor y responsabilidad creadora que puede chocar con la de cierta exhibición impúdica de otros autores, como es el caso de Bukowski, que aunó en la misma proporción un impulso creador sumamente prolífico con una escasa autocensura a la hora de dar luz a sus textos, siendo su aparente frescura y espontaneidad uno de sus valores más apreciados, pero que dejaron poco material inédito —y de valor discutible— una vez fallecido. Con respecto a Virgilio, Plocio Tuca y Lucio Vario hicieron, en su caso, las veces de Max Brod para la Eneida, sin que tuviéramos la suerte o la desgracia de conocer el original que no llegó a terminar Virgilio, y sí la versión última que sus albaceas transmitieron y que ha llegado hasta nuestros días, versión que durante generaciones ha sido tomada como canon poético, y que, ya perdido hace mucho ese valor, ha pervivido hasta nuestros días por valores que lo atan al acervo cultural de Occidente.
Dejar de lado el papel que ocupa Max Brod con relación a la obra de Kafka es sumamente difícil a la hora de comprender la transmisión de sus escritos, tanto en su papel de salvador como de deformador, con su brillante capacidad para crear toda un banco de niebla ante la primera palabra escrita de Kafka y su llegada a sus lectores durante cerca de cincuenta años. Pues Max Brod, en tanto que modificó sutil o sustancialmente las novelas que nos han llegado de Kafka, dio luz a sus demonios interiores, demonios distintos a los de Kafka, no cabe duda, y cuya visión fue reproducida hasta que a su muerte, en 1968, los originales de Kafka pudieron ver la luz tal y como éste los concibió. Un ejemplo lo encontramos en la novela El proceso. En la obra original de Kafka, el protagonista de la novela, K., visita recurrentemente a Fräulein Elsa, una prostituta que regenta una especie de mesón, mientras que en la obra que Brod da a la publicación nunca es visitada por este. Para Taylor Klingensmith, en The Nature of Man and Joseph K., nos indica lo siguiente sobre este personaje: “Perhaps the woman who sheds the most light onto the life and nature of Joseph K. as they pertain to women is the elusive but provocative Elsa. Definitely one of the more anonymous characters within the novel, as she only has a small number of appearances as compared to the women previously discussed [Fraulein Burstner], she nevertheless proves essential in demonstrating a simple truth about the protagonist.” Una verdad que dejo en manos de los lectores y que ando un poco lejos de compartir.
Entre las lecturas de estos días hay una que traspasa el peso de la decisión al propio Kafka. No recuerdo la cita literal, pero venía a decir que si Kafka de verdad hubiera querido que la obra que dejó como legado a su muerte hubiera sido destruida, debió de haber ejecutado este deseo por su propia mano, en vida. Vida y muerte en la mano del autor para su obra, podríamos pensar. Puede que Kafka supiera de antemano que sus amigos se negarían a ello y que harían todo lo posible por publicar su obra, en especial Max Brod, su albacea. Aunque es muy posible que Kafka, sabiendo que la repercusión que tuvo su obra mientras vivía fue muy reducida, no tuvo en cuenta la posibilidad, tan azarosa, de la repercusión que ha merecido con el paso de los años. Tampoco imagino que llegara a pensar en que Max Brod fuera a malear a su antojo la estructura, los personajes, el estilo y contenido de las mismas en algunos casos y en otras a modificar el título de la obra. Pese a ello, lo que verdaderamente interesa de la obra de Kafka es su proceso de creación, la íntima vinculación existente con el yo literario expresada de forma inequívoca a través de sus textos deícticos y su correspondencia, así como de las transcripciones que sus amigos hicieron de las conversaciones que sostuvieron. En una carta a Max Brod le decía que la redacción de El castillo era «un descenso hasta los poderes oscuros». Un descenso lleno de nieblas, como el de todo acto creativo.
No sé qué se le hubiera pasado por la cabeza a Franz Kafka si hubiera vivido para ver su nombre escrito en una pancarta en New York reclamándole para presidente. Qué tipo de pesadillas le sacudirían, qué asombro se dibujaría en sus ojos, en qué cubículo de su mundo interior alojaría esta visión. A mí, pensarme en un mundo gobernado por su creación me sumiría en un terror sin límites.