Archivo de la categoría: Casimiro Gosnapiris

Bitter moon (corregida y ampliada)

Lunas de hiel. Quizás mejor, Lunas de hiel. Fue en 1993. Era ese principios de Mayo en la Málaga en la que el azar nos unió a Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight, a  la que fue su esposa, Virgina, a Marta Molina K. y a Ana Gamboa Valva. Puede que también estuviera Rafael Muñoz entre los citados aquella tarde, pero, como ya le conocíamos, nadie esperaba su llegada en el punto indicado. 

Nos encontraría luego, en cualquiera de los bares que frecuentábamos. No era difícil prever nuestro itinerario. 
Como decía, habíamos quedado citados frente al parquecillo de la calle Zegrí, en la entrada trasera del Pimpi. A mí me gustaba aquella plaza, tan pequeña y recoleta, antes rodeada del tráfico feroz de la ciudad y hoy asolada por la peatonalidad de la zona. Había unos enormes magnolios que se abrían desde la tierra con unos troncos retorcidos, gruesos como patas de elefante, que formaban una compleja urdimbre llena de huecos y pequeñas cavidades que durante años se han aprovechado para guardar la mercancía que se usa en el trapicheo de la zona. Había unos bancos de mármol de la misma textura y dimensiones que los viejos bancos de la Plaza de la Merced. Era unos bancos fríos, como supe más tarde.
Ana Gamboa tuvo que regresar a Lisboa. Su madre sufrió un accidente de tráfico y creo que ya no volví a verla hasta que murió Midnight. Juan tampoco fue, andaba ya metido de llenos en esas crisis que lo aislaban de todo y de todos por varios días. Marta llegó con retraso. Vivía lejos, por la Avenida de Cádiz, y por aquel entonces tomar un autobús era una suerte de lotería que imposibilitaba toda capacidad de planear el más grande o pequeño detalle. Unas obras la entretuvieron frente al viejo edificio de tabacalera. Cuando llegó, pudo vernos, según he sabido años más tarde, pero su prudencia hizo que no nos saludara. 
Así pues, finalmente, solo Virginia y yo entramos en aquella sala inmesa que era el cine Albéniz, tan hermosa, con aquellos palcos donde los amantes se encontraban y nadie se atevía a molestarles.Hasta aquel día, de Polanski solo sabía lo que hay que saber de él. Que es un hombre con mala suerte. Que su madre murió en un campo de concentración, que es judío, que cuando las cosas comenzaron a irle bien llegó la muerte para su amigo Kristof, que mataron a su mujer embarazada de ocho meses, que las cosas no son como uno quiere cuando te pillan con una nínfula en la casa de tu amigo Jack ciego de alcohol y drogas. La única película que había visto de él fue la del baile de los vampiros y, seguramente, la versión censurada y cortada. Luego vendrían Frenético, La muerte y la doncella, La novena puerta. Algunas me gustaron, otras no, como sucede con casi todo en la vida.
Pero Lunas de hiel me fascinó. O quizás Virginia, sentada a mi lado, expectante, las piernas abiertas, la mano en mi regazo y Peter Coyote en la pantalla mirándome, sólo a mí, para decirme ¿qué coño importa el amor de Virginia por Juan si tú solo quieres su sexo abierto como una de esas magnolias del parque? ¿Eh?, qué coño, ¿O es que la doble h de tu nombre hace referencia a un doble idiota analfabeto? Claro, a mí Peter Coyote me imponía algo, y tuve que hacerle caso. 
A las personas les gusta practicar sexo. Con cualquiera. Quien diga lo contrario miente, o se equivoca, o vive en un duro paraíso lleno de reglas como la de no cojas esta manzana, deja que te controle tu dios, y esas cosas de las que tanto sabemos todos.  Gracias a Virgina comprobé que su cuerpo era algo vivo como una medusa que te abraza en el mar, lo frío que son los bancos en las calles cuando buscas un rincón oscuro por una vieja decencia para abandonarte al placer. Que para los que aman es necesario un poderoso poder mental, un cataclismo, un nihilismo mayor que el que nos enseñó Nietzsche para ser libres. Que mi apartamento tercermundista era un cobijo ideal para entregarse al sexo y que ella seguía amando a Juan Midnight. 
Seguramente, de saber lo nuestro, algo efímero, ocasional, sin remordimientos, se hubiera matado antes. Pero ahora que ya no soy un caballero, no me importa. Espero, Virginia, que me perdones, porque en el fondo me has amado y no he sabido verlo hasta ahora, esta precisa mañana en la que encuentro una carta que escribiste no sé hace cuánto, y que hasta hoy, no me he atrevido a abrir.
Pero no te preocupes. No voy a hablar ahora de ella.

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Irina Pratnova

Irina Pratnova me escribió ayer desde Bakú. Sus correos me llegan de lugares un tanto extraños y exóticos, lejanos siempre. Cuando me dice “te escribo desde Ufa. La estatua de Gaskarov me acoge junto a la nieve” me preguntó dónde estará realmente.
Sé que su trabajo la lleva de un lado a otro de esa federación sin federados, que sus amantes son oficiales de vuelo, soldados del ejército rojo en día de permiso, como ella entre un vuelo y otro, ejecutivos occidentales que dejaron mujer e hijos en casa para negociar acuerdos que se resuelven de un modo paralelo a los despachos y reuniones.
Un día me dijo que cada a vuelo su miedo se acentúaba. En otro correo me relataba que en el aeropuerto de Abakan, en el avión en que servía de tripulación y con ciento doce pasajeros, tuvo la certeza de que antes o después moriría en un accidente aéreo. Sobre la pista helada el Tupolev Tu-204 en el que viajaban, a media carga, no era capaz de frenar sobre la pista y tras recorrer un kilométro y medio en tierra volvía a despegar para, tras unas vueltas en círculos sobre la ciudad, tratar de nuevo de aterrizar. Al cuarto intento, lo consiguieron. El pasaje llevaba cerca de dos horas devolviendo y gritando aterrado mientras ella y sus compañeros despachaban vodka polaco (vodiroga) a todos los que conseguían mantener la calma y al piloto del avión, que necesitaba un poco de sangre blanca y fría para poder controlar el aparato. Me contaba que su mayor miedo era que los motores Rolls Royce no aguantaran, que algún fallo en el control de temperatura del depósito de combustible lo helara, morirse, en una palabra, con solo treinta años y sin haber hecho nada en la vida.
Irina publicó en Parabellum junto a mí, Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight y otros que ya no recuerdo pero de lo que hablaré algún día. Tiene miedo de sufrir la muerte temprana, de no llegar a ninguna plenitud personal, pública, de cualquier tipo. Tiene miedo de que el tiempo la extinga sin dar nada a cambio.
Como tantos otros.

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