Archivo de la categoría: Juan Midnight

La descendencia

Uno de los problemas de Juan Midnight fue que tuvo descendencia. Lo compruebo ahora que miro el correo y comprendo lo desgraciada que puede ser una vida truncada en la infancia. No me explico, lo sé. 
Esta mañana, checando el correo, veo con estupor que rebeca, la hija mayor de Juan y Virginia me ha escrito. Tendría que haber sabido que dejar de ser un caballero tiene sus consecuencias. Si es que alguna vez la forma de ser de cada uno de nosotros, nuestras acciones e inacciones, no dejan de terner consecuencias.  
Es un correo revelador. Por un lado me sorprende que alguien siga lo que escribo. Se ve que Virginia sí lo hace y lo de Rafa es un tanto patológico. Que tus amigos se asomen de vez en cuando no es extraño, pero que Rebeca tome la voz de su madre me parece confuso. Quizá amenazador, no lo sé. 
Les copio y pego:

REBECA MIDNIGHT

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mostrar detalles 23:33 (hace 10 horas)
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Heliodoro,

no sé si decirle estimado o querido, pues no lo es. 
Solo quiero decirle que conservo un libro íntegro de mi padre, y que en contra de lo que piensan, es un libro de poemas. Mensajero de las estrellas. Sí, eso quería ser mi padre. Simplemente, no supo cómo hacerlo.
Rebeca Midnight.
P.D. Procure no hablar más de mi madre, ni hablar con ella.

Que a alguien que no conozco no le sea estimado ni querido me es un tanto indiferente. Es más, diría que es lo normal, no valores a nadie hasta que lo conozcas, podría decir. Pero lo que me deja preocupado es que esta muchacha tenga un libro inédito de su padre, que me revele el título y que limite mi libertad de expresión. 
Rebeca, ya que me estás leyendo, te ruego que me escribas de nuevo y que hablemos acerca de los textos de tu padre. 
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Carta abierta a Virginia

Ahora que el mundo se dirige hacia el abismo me gustaría ser capaz de darte una respuesta,Virginia, deiciseis años más tarde. Pero la dicha no será buena, pues llega demasiado tarde. Releo lo que me escribiste. Pessoa decía que todas las cartas de amor son ridículas. Tenía parte de razón, pero lo decía con la tristeza del que no ha recibido ninguna.
Radiguet era aún más cruel. Él decía que no hay género epistolar más fácil, que basta con estar enamorado. Puede que tuviera razón. Para el que recibe estas cartas, para el que no ama, nos suele desbordar el ver un corazón abierto. Antes existía un museo en una bocacalle de la calle Granada, un museo hermoso. Solo había cuadros del siglo XIX y, de entre todos ellos, solo uno notable, o al menos, el único que ha quedado en mi memoria.
Es un cuadro de Simonet, y recuerdo solo el título por el que popularmente se lo conoce: Y tenía corazón. El cuerpo de la mujer desnudo sobre una mesa de autopsias, y un médico barbudo, vestido con levita, sostiene el corazón muerto en su mano derecha y lo contempla.
La memoria es vaga como un escolar cuando se avecina junio. No sé por qué nunca fuimos capaces de forzar el hilo de la vida y acercarnos, vivir sin miedo aunque fuera unos días, un amor prodigioso como la pólvora de los fuegos artificiales.
No sé por qué fui un cobarde.
Ser un cobarde en el amor es la peor de las cobardías, sobre todo porque entonces no tenía nada que perder y es un mal que se repite cíclico, infatigable, cuando menos te lo esperas. Como las fiebres que procura la malaria. Como este codo roto hace tantos años que sigue doliendo.
Vivía solo, como ahora. Podría haber perdido la amistad de Juan, pero una amistad como la mía o como la tuya era una amistad muerta. Viviste con un muerto muchos años. Si lo pienso bien, puede que me alegrase de su muerte. Pues no sé por qué seguiste con él. Tenías tanto que dar, tanto que ofrecer, que resignarte a la noche de Midnight es algo incomprensible.
Tú tampoco comprendías que ante el universo que me dabas yo permaneciera estático. Era tanto o más absurda tu vinculación con la nada, que mi incapacidad por actuar: ese componente inerte que te lleva a negar el viento que sopla en tus velas. Negarlo todo. Para los que aman el miedo no es algo concebible.
Esta carta no ha sido como la del relato de Maughman, su veneno es de otra naturaleza, más amargo y duro. Esta carta no es más que la carta de un cobarde, que ni siquiera hoy puede enfrentarse a tu voz sin sentir el vértigo del temor en su oído. Me gustaría escribirte una carta notable, un prodigio, una carta de un suicida derramada sobre cientos de folios como la de Amis, pero no puedo. Solo te escribo desde aquí, desde el otro yo, para que sepas que no te olvido.
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Bitter moon (corregida y ampliada)

Lunas de hiel. Quizás mejor, Lunas de hiel. Fue en 1993. Era ese principios de Mayo en la Málaga en la que el azar nos unió a Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight, a  la que fue su esposa, Virgina, a Marta Molina K. y a Ana Gamboa Valva. Puede que también estuviera Rafael Muñoz entre los citados aquella tarde, pero, como ya le conocíamos, nadie esperaba su llegada en el punto indicado. 

Nos encontraría luego, en cualquiera de los bares que frecuentábamos. No era difícil prever nuestro itinerario. 
Como decía, habíamos quedado citados frente al parquecillo de la calle Zegrí, en la entrada trasera del Pimpi. A mí me gustaba aquella plaza, tan pequeña y recoleta, antes rodeada del tráfico feroz de la ciudad y hoy asolada por la peatonalidad de la zona. Había unos enormes magnolios que se abrían desde la tierra con unos troncos retorcidos, gruesos como patas de elefante, que formaban una compleja urdimbre llena de huecos y pequeñas cavidades que durante años se han aprovechado para guardar la mercancía que se usa en el trapicheo de la zona. Había unos bancos de mármol de la misma textura y dimensiones que los viejos bancos de la Plaza de la Merced. Era unos bancos fríos, como supe más tarde.
Ana Gamboa tuvo que regresar a Lisboa. Su madre sufrió un accidente de tráfico y creo que ya no volví a verla hasta que murió Midnight. Juan tampoco fue, andaba ya metido de llenos en esas crisis que lo aislaban de todo y de todos por varios días. Marta llegó con retraso. Vivía lejos, por la Avenida de Cádiz, y por aquel entonces tomar un autobús era una suerte de lotería que imposibilitaba toda capacidad de planear el más grande o pequeño detalle. Unas obras la entretuvieron frente al viejo edificio de tabacalera. Cuando llegó, pudo vernos, según he sabido años más tarde, pero su prudencia hizo que no nos saludara. 
Así pues, finalmente, solo Virginia y yo entramos en aquella sala inmesa que era el cine Albéniz, tan hermosa, con aquellos palcos donde los amantes se encontraban y nadie se atevía a molestarles.Hasta aquel día, de Polanski solo sabía lo que hay que saber de él. Que es un hombre con mala suerte. Que su madre murió en un campo de concentración, que es judío, que cuando las cosas comenzaron a irle bien llegó la muerte para su amigo Kristof, que mataron a su mujer embarazada de ocho meses, que las cosas no son como uno quiere cuando te pillan con una nínfula en la casa de tu amigo Jack ciego de alcohol y drogas. La única película que había visto de él fue la del baile de los vampiros y, seguramente, la versión censurada y cortada. Luego vendrían Frenético, La muerte y la doncella, La novena puerta. Algunas me gustaron, otras no, como sucede con casi todo en la vida.
Pero Lunas de hiel me fascinó. O quizás Virginia, sentada a mi lado, expectante, las piernas abiertas, la mano en mi regazo y Peter Coyote en la pantalla mirándome, sólo a mí, para decirme ¿qué coño importa el amor de Virginia por Juan si tú solo quieres su sexo abierto como una de esas magnolias del parque? ¿Eh?, qué coño, ¿O es que la doble h de tu nombre hace referencia a un doble idiota analfabeto? Claro, a mí Peter Coyote me imponía algo, y tuve que hacerle caso. 
A las personas les gusta practicar sexo. Con cualquiera. Quien diga lo contrario miente, o se equivoca, o vive en un duro paraíso lleno de reglas como la de no cojas esta manzana, deja que te controle tu dios, y esas cosas de las que tanto sabemos todos.  Gracias a Virgina comprobé que su cuerpo era algo vivo como una medusa que te abraza en el mar, lo frío que son los bancos en las calles cuando buscas un rincón oscuro por una vieja decencia para abandonarte al placer. Que para los que aman es necesario un poderoso poder mental, un cataclismo, un nihilismo mayor que el que nos enseñó Nietzsche para ser libres. Que mi apartamento tercermundista era un cobijo ideal para entregarse al sexo y que ella seguía amando a Juan Midnight. 
Seguramente, de saber lo nuestro, algo efímero, ocasional, sin remordimientos, se hubiera matado antes. Pero ahora que ya no soy un caballero, no me importa. Espero, Virginia, que me perdones, porque en el fondo me has amado y no he sabido verlo hasta ahora, esta precisa mañana en la que encuentro una carta que escribiste no sé hace cuánto, y que hasta hoy, no me he atrevido a abrir.
Pero no te preocupes. No voy a hablar ahora de ella.

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Indagando sobre Midnight

Cuando de un autor solo conocemos un texto de apenas una línea, unas pobres palabras, y se vive solo, y pasear es un pasatiempo proscrito por las condiciones atmosféricas, y las tabernas son lugares amenazantes como un vaso de cerveza Guiness vacío, se tiene que dedicar mucho tiempo al ejercicio de la memoria, de la reflexión, a la ingesta de cine en capsulas metálicas.
Pero últimamente, desde que hablé con Virginia, le doy vueltas al texto de Juan y a la versión de Rafael Muñoz, y me pregunto qué fuentes utilizaron, cómo compusieron el texto.

Juan leía a Alejandra Pizarnick desde hace años. Unas ediciones que venían de Buenos Aires, sin licencia de ningún tipo y pobre encuadernación. Un papel que se iba ajando a cada lectura y que me imagino que ahora habrá amarilleado en algún estante en la casa de su mujer. No sé si este tipo de rastreo merece la pena, si nos sirve para algo que vaya más allá de la satisfacción de la propia curiosidad. Pero al menos me ha servido para acercarme a los poemas de Pizarnick y disfrutar de su forma sincera de concebir el texto poético, de dilucidar lo que se anhela y fundirlo con la palabra escrita.

Un botón, de muestra.

MENDIGA VOZ

Una de las escenas de la ópera ‘Carmen’.
Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.
Sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra

Por cierto, lo que nos interesa del tema de las fuentes de Juan Midnight se aprecia claramente en los últimos versos. También Alejandra se pensaba como sombra, vacía, sin voz y aislada de todo y de todos.

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Irina Pratnova

Irina Pratnova me escribió ayer desde Bakú. Sus correos me llegan de lugares un tanto extraños y exóticos, lejanos siempre. Cuando me dice “te escribo desde Ufa. La estatua de Gaskarov me acoge junto a la nieve” me preguntó dónde estará realmente.
Sé que su trabajo la lleva de un lado a otro de esa federación sin federados, que sus amantes son oficiales de vuelo, soldados del ejército rojo en día de permiso, como ella entre un vuelo y otro, ejecutivos occidentales que dejaron mujer e hijos en casa para negociar acuerdos que se resuelven de un modo paralelo a los despachos y reuniones.
Un día me dijo que cada a vuelo su miedo se acentúaba. En otro correo me relataba que en el aeropuerto de Abakan, en el avión en que servía de tripulación y con ciento doce pasajeros, tuvo la certeza de que antes o después moriría en un accidente aéreo. Sobre la pista helada el Tupolev Tu-204 en el que viajaban, a media carga, no era capaz de frenar sobre la pista y tras recorrer un kilométro y medio en tierra volvía a despegar para, tras unas vueltas en círculos sobre la ciudad, tratar de nuevo de aterrizar. Al cuarto intento, lo consiguieron. El pasaje llevaba cerca de dos horas devolviendo y gritando aterrado mientras ella y sus compañeros despachaban vodka polaco (vodiroga) a todos los que conseguían mantener la calma y al piloto del avión, que necesitaba un poco de sangre blanca y fría para poder controlar el aparato. Me contaba que su mayor miedo era que los motores Rolls Royce no aguantaran, que algún fallo en el control de temperatura del depósito de combustible lo helara, morirse, en una palabra, con solo treinta años y sin haber hecho nada en la vida.
Irina publicó en Parabellum junto a mí, Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight y otros que ya no recuerdo pero de lo que hablaré algún día. Tiene miedo de sufrir la muerte temprana, de no llegar a ninguna plenitud personal, pública, de cualquier tipo. Tiene miedo de que el tiempo la extinga sin dar nada a cambio.
Como tantos otros.

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Juan Midnight

Juan Midnight no era un buen escritor. A veces pienso que ni bueno ni malo porque lo único que alguna vez llegamos a ver sus amigos de su producción escrita fue un relato, un relato tan breve, que la verdad, no sé qué pensar. Hace un par de días, tras leer el post de Rafael Muñoz Zayas sobre Al hilo de lo suicida I, pensé que tendría la decencia de aclarar algo sobre él, ya que lo mencionaba junto a Casimiro Gosnapiris, pero, como ya es habitual, no lo hizo, así que voy a contarles algo sobre Midnight.
Decía que hace un par de días hablé con su esposa, debería decir con su viuda, pero no se acostumbra uno a saber que tus amigos se van muriendo, uno tras otro, a veces porque el pulso de la vida se los va llevando, otras porque decir cortar ese mismo pulso sin ningún pudor. No me costó mucho trabajo dar con ella. Las páginas blancas de Teléfonica online son muy efectivas (perdonen la publicidad). Tuve que llamar un par de veces, la primera vez no atendió la llamada porque al ver el prefijo de Irlanda le dio por pensar que era una especie de timo, de estafa telefónica, y , según me contó luego, se había vuelto un tanto desconfiada. Es normal, yo también me he vuelto desconfiado con los años. Al ver que insistía decidió descolgar el auricular y ver quién llamaba, por si era alguien que conociera y que necesitara algo.
Nos pusimos al día el uno del otro en unos minutos, quiso devolverme la llamada, pero llamé de un locutorio y al no tener móvil, desistió y seguimos hablando. Sus hijos habían crecido bien, el mayor había heredado parte de la inconsistencia de Juan y ella temía por su vida. “Cualquier día aparecerá muerto, como su padre”, llegó a decirme. Y era allí adónde quería llegar. Porque en el fondo llamaba para tener la seguridad de que Juan Midnight, el narrador secreto, se había suicidado.
Ella me relató más o menos lo que ya sabía. Que dejó su puesto de conductor de ambulancias por el estrés que le acarreaba. Que se matriculó en Ciencias Empresariales por darle gusto a su madre anciana y enferma, que poco a poco un miedo horrible a que la muerte le sorprendiera en cualquiera lado le fue agarrando (sí, como temo que le pasó a Balder) y que agobiado por su familia y sus deudas tomó un trabajo en una de las empresas que arreglan las carreteras secundarias propiedad de un primo de su cuñado Alberto. Le pregunté en qué consistía su trabajo y me dijo, que ya lo sabía, que no tenía por qué preguntarle eso, que era un especie de vergüenza para ella y sus hijos, Juan Midnight, el que tanto sabía, el erudito con dos doctorados en Antropología e Historia del Arte, había pasado los últimos meses de su vida con un mono amarillo dando paso y cortándoselo a cuantos vehículos se acercaban a su zona de obras de la carretera.
Pero en realidad, como ella siempre afirmó, incluso en el juicio que les facilitó la vida, su marido no había muerto por accidente. Era algo que Virginia no podía creer. Las últimas noches que hablaron las pasó despierto porque temía dormirse y morir. Pasaba las noches escribiendo en esos diarios en blanco que siempre llevaba consigo y luego quemando las hojas en un plato. Un camión que transportaba un generador eléctrico para la subestación Andrómeda II se lo llevó por delante. Quedó aplastado como una mariposa en el frontal de la cabeza del camión. Amarillo y rojo.
Por cierto, llevaba un diario encima que pasó a ser secreto de sumario pero que se perdió en el sótano del Palacio de Justicia de Málaga. Hoy solo conservamos uno de sus relatos. Y es el que sigue:

Y el hombre supo entonces que era sombra de su sombra”.

Hace poco Rafael fusiló su microrelato. Y aunque algo cambió, no llegó a mejorarlo.

Si alguien sabe de que diario hablo, no dude en decírmelo. Pagaría por él.

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