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Archivo de la categoría: Juan Midnight
Carta abierta a Virginia
Bitter moon (corregida y ampliada)
Lunas de hiel. Quizás mejor, Lunas de hiel. Fue en 1993. Era ese principios de Mayo en la Málaga en la que el azar nos unió a Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight, a la que fue su esposa, Virgina, a Marta Molina K. y a Ana Gamboa Valva. Puede que también estuviera Rafael Muñoz entre los citados aquella tarde, pero, como ya le conocíamos, nadie esperaba su llegada en el punto indicado.
Ana Gamboa tuvo que regresar a Lisboa. Su madre sufrió un accidente de tráfico y creo que ya no volví a verla hasta que murió Midnight. Juan tampoco fue, andaba ya metido de llenos en esas crisis que lo aislaban de todo y de todos por varios días. Marta llegó con retraso. Vivía lejos, por la Avenida de Cádiz, y por aquel entonces tomar un autobús era una suerte de lotería que imposibilitaba toda capacidad de planear el más grande o pequeño detalle. Unas obras la entretuvieron frente al viejo edificio de tabacalera. Cuando llegó, pudo vernos, según he sabido años más tarde, pero su prudencia hizo que no nos saludara.
Indagando sobre Midnight
Pero últimamente, desde que hablé con Virginia, le doy vueltas al texto de Juan y a la versión de Rafael Muñoz, y me pregunto qué fuentes utilizaron, cómo compusieron el texto.
Juan leía a Alejandra Pizarnick desde hace años. Unas ediciones que venían de Buenos Aires, sin licencia de ningún tipo y pobre encuadernación. Un papel que se iba ajando a cada lectura y que me imagino que ahora habrá amarilleado en algún estante en la casa de su mujer. No sé si este tipo de rastreo merece la pena, si nos sirve para algo que vaya más allá de la satisfacción de la propia curiosidad. Pero al menos me ha servido para acercarme a los poemas de Pizarnick y disfrutar de su forma sincera de concebir el texto poético, de dilucidar lo que se anhela y fundirlo con la palabra escrita.
Un botón, de muestra.
MENDIGA VOZ
Una de las escenas de la ópera ‘Carmen’.
Y aún me atrevo a amar
el sonido de la luz en una hora muerta,
el color del tiempo en un muro abandonado.
En mi mirada lo he perdido todo.
Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.
Sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra
Por cierto, lo que nos interesa del tema de las fuentes de Juan Midnight se aprecia claramente en los últimos versos. También Alejandra se pensaba como sombra, vacía, sin voz y aislada de todo y de todos.
Irina Pratnova
Irina Pratnova me escribió ayer desde Bakú. Sus correos me llegan de lugares un tanto extraños y exóticos, lejanos siempre. Cuando me dice “te escribo desde Ufa. La estatua de Gaskarov me acoge junto a la nieve” me preguntó dónde estará realmente.
Sé que su trabajo la lleva de un lado a otro de esa federación sin federados, que sus amantes son oficiales de vuelo, soldados del ejército rojo en día de permiso, como ella entre un vuelo y otro, ejecutivos occidentales que dejaron mujer e hijos en casa para negociar acuerdos que se resuelven de un modo paralelo a los despachos y reuniones.
Un día me dijo que cada a vuelo su miedo se acentúaba. En otro correo me relataba que en el aeropuerto de Abakan, en el avión en que servía de tripulación y con ciento doce pasajeros, tuvo la certeza de que antes o después moriría en un accidente aéreo. Sobre la pista helada el Tupolev Tu-204 en el que viajaban, a media carga, no era capaz de frenar sobre la pista y tras recorrer un kilométro y medio en tierra volvía a despegar para, tras unas vueltas en círculos sobre la ciudad, tratar de nuevo de aterrizar. Al cuarto intento, lo consiguieron. El pasaje llevaba cerca de dos horas devolviendo y gritando aterrado mientras ella y sus compañeros despachaban vodka polaco (vodiroga) a todos los que conseguían mantener la calma y al piloto del avión, que necesitaba un poco de sangre blanca y fría para poder controlar el aparato. Me contaba que su mayor miedo era que los motores Rolls Royce no aguantaran, que algún fallo en el control de temperatura del depósito de combustible lo helara, morirse, en una palabra, con solo treinta años y sin haber hecho nada en la vida.
Irina publicó en Parabellum junto a mí, Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight y otros que ya no recuerdo pero de lo que hablaré algún día. Tiene miedo de sufrir la muerte temprana, de no llegar a ninguna plenitud personal, pública, de cualquier tipo. Tiene miedo de que el tiempo la extinga sin dar nada a cambio.
Como tantos otros.
Juan Midnight
Juan Midnight no era un buen escritor. A veces pienso que ni bueno ni malo porque lo único que alguna vez llegamos a ver sus amigos de su producción escrita fue un relato, un relato tan breve, que la verdad, no sé qué pensar. Hace un par de días, tras leer el post de Rafael Muñoz Zayas sobre Al hilo de lo suicida I, pensé que tendría la decencia de aclarar algo sobre él, ya que lo mencionaba junto a Casimiro Gosnapiris, pero, como ya es habitual, no lo hizo, así que voy a contarles algo sobre Midnight.
Decía que hace un par de días hablé con su esposa, debería decir con su viuda, pero no se acostumbra uno a saber que tus amigos se van muriendo, uno tras otro, a veces porque el pulso de la vida se los va llevando, otras porque decir cortar ese mismo pulso sin ningún pudor. No me costó mucho trabajo dar con ella. Las páginas blancas de Teléfonica online son muy efectivas (perdonen la publicidad). Tuve que llamar un par de veces, la primera vez no atendió la llamada porque al ver el prefijo de Irlanda le dio por pensar que era una especie de timo, de estafa telefónica, y , según me contó luego, se había vuelto un tanto desconfiada. Es normal, yo también me he vuelto desconfiado con los años. Al ver que insistía decidió descolgar el auricular y ver quién llamaba, por si era alguien que conociera y que necesitara algo.
Nos pusimos al día el uno del otro en unos minutos, quiso devolverme la llamada, pero llamé de un locutorio y al no tener móvil, desistió y seguimos hablando. Sus hijos habían crecido bien, el mayor había heredado parte de la inconsistencia de Juan y ella temía por su vida. “Cualquier día aparecerá muerto, como su padre”, llegó a decirme. Y era allí adónde quería llegar. Porque en el fondo llamaba para tener la seguridad de que Juan Midnight, el narrador secreto, se había suicidado.
Ella me relató más o menos lo que ya sabía. Que dejó su puesto de conductor de ambulancias por el estrés que le acarreaba. Que se matriculó en Ciencias Empresariales por darle gusto a su madre anciana y enferma, que poco a poco un miedo horrible a que la muerte le sorprendiera en cualquiera lado le fue agarrando (sí, como temo que le pasó a Balder) y que agobiado por su familia y sus deudas tomó un trabajo en una de las empresas que arreglan las carreteras secundarias propiedad de un primo de su cuñado Alberto. Le pregunté en qué consistía su trabajo y me dijo, que ya lo sabía, que no tenía por qué preguntarle eso, que era un especie de vergüenza para ella y sus hijos, Juan Midnight, el que tanto sabía, el erudito con dos doctorados en Antropología e Historia del Arte, había pasado los últimos meses de su vida con un mono amarillo dando paso y cortándoselo a cuantos vehículos se acercaban a su zona de obras de la carretera.
Pero en realidad, como ella siempre afirmó, incluso en el juicio que les facilitó la vida, su marido no había muerto por accidente. Era algo que Virginia no podía creer. Las últimas noches que hablaron las pasó despierto porque temía dormirse y morir. Pasaba las noches escribiendo en esos diarios en blanco que siempre llevaba consigo y luego quemando las hojas en un plato. Un camión que transportaba un generador eléctrico para la subestación Andrómeda II se lo llevó por delante. Quedó aplastado como una mariposa en el frontal de la cabeza del camión. Amarillo y rojo.
Por cierto, llevaba un diario encima que pasó a ser secreto de sumario pero que se perdió en el sótano del Palacio de Justicia de Málaga. Hoy solo conservamos uno de sus relatos. Y es el que sigue:
“Y el hombre supo entonces que era sombra de su sombra”.
Hace poco Rafael fusiló su microrelato. Y aunque algo cambió, no llegó a mejorarlo.
Si alguien sabe de que diario hablo, no dude en decírmelo. Pagaría por él.