Irina Pratnova me escribió ayer desde Bakú. Sus correos me llegan de lugares un tanto extraños y exóticos, lejanos siempre. Cuando me dice «te escribo desde Ufa. La estatua de Gaskarov me acoge junto a la nieve» me preguntó dónde estará realmente.
Sé que su trabajo la lleva de un lado a otro de esa federación sin federados, que sus amantes son oficiales de vuelo, soldados del ejército rojo en día de permiso, como ella entre un vuelo y otro, ejecutivos occidentales que dejaron mujer e hijos en casa para negociar acuerdos que se resuelven de un modo paralelo a los despachos y reuniones.
Un día me dijo que cada a vuelo su miedo se acentúaba. En otro correo me relataba que en el aeropuerto de Abakan, en el avión en que servía de tripulación y con ciento doce pasajeros, tuvo la certeza de que antes o después moriría en un accidente aéreo. Sobre la pista helada el Tupolev Tu-204 en el que viajaban, a media carga, no era capaz de frenar sobre la pista y tras recorrer un kilométro y medio en tierra volvía a despegar para, tras unas vueltas en círculos sobre la ciudad, tratar de nuevo de aterrizar. Al cuarto intento, lo consiguieron. El pasaje llevaba cerca de dos horas devolviendo y gritando aterrado mientras ella y sus compañeros despachaban vodka polaco (vodiroga) a todos los que conseguían mantener la calma y al piloto del avión, que necesitaba un poco de sangre blanca y fría para poder controlar el aparato. Me contaba que su mayor miedo era que los motores Rolls Royce no aguantaran, que algún fallo en el control de temperatura del depósito de combustible lo helara, morirse, en una palabra, con solo treinta años y sin haber hecho nada en la vida.
Irina publicó en Parabellum junto a mí, Casimiro Gosnapiris, Juan Midnight y otros que ya no recuerdo pero de lo que hablaré algún día. Tiene miedo de sufrir la muerte temprana, de no llegar a ninguna plenitud personal, pública, de cualquier tipo. Tiene miedo de que el tiempo la extinga sin dar nada a cambio.
Como tantos otros.