Estoy en una terraza del parque del Castillo en Belgrado. Hace calor. Los mosquitos son unos suicidas furiosos y hambrientos que caen sobre nosotros sin tregua. No importa el número de ellos que caiga. Irina lleva las piernas desnudas, tan blancas, montadas sobre unos zapatos de plataforma amarillos, los shorts a juego y una camiseta anaranjada, ceñida, que casi me deja vislumbrar sus pezones rojos y grandes sobre el seno erguido. Irina tiene el pelo corto, de un color pajizo y amarillo y me dice que es la sobrina nieta de Desanka Maximovich y me sonríe. Yo bebo una cerveza, ella toma un capuchino. Hay alrededor nuestra un montón de ruido. Parece que es un cumpleaños, y un montón de criaturas pequeñas corren de un lado hacia otro gritando y golpeándose entre las mesas y la hierba, desmontando las rosas que no son de verdad ni de plástico: son una especie de rosas de lego, y al llamarles la atención Irina -han dejado caer su bolso al suelo y se ha derramado su contenido-, vemos sus caras. No son niños, son unos pequeños monstruos, con rostros deformes, casi como esas caras que adornan los pórticos de las iglesias en al año 1000. Y se acercan con sus navajas abiertas en las manos y tratamos de huir pero no podemos, y despierto al sentir que me apuñalan la espalda. Irina, mientras abro los aojos me dice: I have no time anymore.
Archivo de la categoría: Heliodoro Herrumbre
Carta abierta a Virginia
Los números del elefante
Revisitando a Kavafis
Meditación de Sagar
Juan Midnight
Juan Midnight no era un buen escritor. A veces pienso que ni bueno ni malo porque lo único que alguna vez llegamos a ver sus amigos de su producción escrita fue un relato, un relato tan breve, que la verdad, no sé qué pensar. Hace un par de días, tras leer el post de Rafael Muñoz Zayas sobre Al hilo de lo suicida I, pensé que tendría la decencia de aclarar algo sobre él, ya que lo mencionaba junto a Casimiro Gosnapiris, pero, como ya es habitual, no lo hizo, así que voy a contarles algo sobre Midnight.
Decía que hace un par de días hablé con su esposa, debería decir con su viuda, pero no se acostumbra uno a saber que tus amigos se van muriendo, uno tras otro, a veces porque el pulso de la vida se los va llevando, otras porque decir cortar ese mismo pulso sin ningún pudor. No me costó mucho trabajo dar con ella. Las páginas blancas de Teléfonica online son muy efectivas (perdonen la publicidad). Tuve que llamar un par de veces, la primera vez no atendió la llamada porque al ver el prefijo de Irlanda le dio por pensar que era una especie de timo, de estafa telefónica, y , según me contó luego, se había vuelto un tanto desconfiada. Es normal, yo también me he vuelto desconfiado con los años. Al ver que insistía decidió descolgar el auricular y ver quién llamaba, por si era alguien que conociera y que necesitara algo.
Nos pusimos al día el uno del otro en unos minutos, quiso devolverme la llamada, pero llamé de un locutorio y al no tener móvil, desistió y seguimos hablando. Sus hijos habían crecido bien, el mayor había heredado parte de la inconsistencia de Juan y ella temía por su vida. “Cualquier día aparecerá muerto, como su padre”, llegó a decirme. Y era allí adónde quería llegar. Porque en el fondo llamaba para tener la seguridad de que Juan Midnight, el narrador secreto, se había suicidado.
Ella me relató más o menos lo que ya sabía. Que dejó su puesto de conductor de ambulancias por el estrés que le acarreaba. Que se matriculó en Ciencias Empresariales por darle gusto a su madre anciana y enferma, que poco a poco un miedo horrible a que la muerte le sorprendiera en cualquiera lado le fue agarrando (sí, como temo que le pasó a Balder) y que agobiado por su familia y sus deudas tomó un trabajo en una de las empresas que arreglan las carreteras secundarias propiedad de un primo de su cuñado Alberto. Le pregunté en qué consistía su trabajo y me dijo, que ya lo sabía, que no tenía por qué preguntarle eso, que era un especie de vergüenza para ella y sus hijos, Juan Midnight, el que tanto sabía, el erudito con dos doctorados en Antropología e Historia del Arte, había pasado los últimos meses de su vida con un mono amarillo dando paso y cortándoselo a cuantos vehículos se acercaban a su zona de obras de la carretera.
Pero en realidad, como ella siempre afirmó, incluso en el juicio que les facilitó la vida, su marido no había muerto por accidente. Era algo que Virginia no podía creer. Las últimas noches que hablaron las pasó despierto porque temía dormirse y morir. Pasaba las noches escribiendo en esos diarios en blanco que siempre llevaba consigo y luego quemando las hojas en un plato. Un camión que transportaba un generador eléctrico para la subestación Andrómeda II se lo llevó por delante. Quedó aplastado como una mariposa en el frontal de la cabeza del camión. Amarillo y rojo.
Por cierto, llevaba un diario encima que pasó a ser secreto de sumario pero que se perdió en el sótano del Palacio de Justicia de Málaga. Hoy solo conservamos uno de sus relatos. Y es el que sigue:
“Y el hombre supo entonces que era sombra de su sombra”.
Hace poco Rafael fusiló su microrelato. Y aunque algo cambió, no llegó a mejorarlo.
Si alguien sabe de que diario hablo, no dude en decírmelo. Pagaría por él.
Atlántida
Ya se han quedado vacías las termas,
y el día obedece las viejas normas
que gobiernan al cansado universo,
y me quedo tendido bajo el agua
y como tú, esa atlántida sumergida
que nadie será capaz de emerger,
quiero permanecer así: hecho onda
líquida, reflejo bajo las aguas,
amor de arqueólogos, bromuro
que cubra de arena todas las playas.
Cerebro positrónico.
Cupido, reteniendo a un galgo.
Las personas aman, no les basta
con saber que todo amor acaba.
Insisten, se hacen con el yugo.
Pero insisten, aunque ése saber
les cansa y todo les duele más
que una noche ártica con hielo,
y les incita a convocar un nombre,
a anudarse en la muñeca una cuerda
débil, algo frágil como tatuarse,
como pactar con sangre o jurar
con katana como solo debe hacerlo
un samurai, o redactar un contrato
en el mismo papel que habrán
de fumar
-saben que es algo que no,
no, no tendrán que cumplir-
porque saber no les basta,
e insisten – porque no les importa-
en ser personas que aman
-a veces- y no son necios, tan solo:
insisten y eso les basta.
Pero no existe el amor.
Bien lo saben.
Sobre la naturaleza visionaria de Rubens
Rubens era un tipo sabio
al que le gustaban mucho
las mujeres, los cuerpos
amplios, el color, dudaba
en si hacerse rico o comprar
objetos inútiles y decidió
ser un visionario: llenó
su casa de objetos bellos
pero despiadados, faltos
de un fin, pues Rubens era
un tipo que debió vivir
en el siglo veinte o
veintiuno, siglos
vacuos, como la belleza.