Archivo de la categoría: Heliodoro Herrumbre

Sueño erosionado

Estoy en una terraza del parque del Castillo en Belgrado. Hace calor. Los mosquitos son unos suicidas furiosos y hambrientos que caen sobre nosotros sin tregua. No importa el número de ellos que caiga. Irina lleva las piernas desnudas, tan blancas, montadas sobre unos zapatos de plataforma amarillos, los shorts a juego y una camiseta anaranjada, ceñida, que casi me deja vislumbrar sus pezones rojos y grandes sobre el seno erguido. Irina tiene el pelo corto, de un color pajizo y amarillo y me dice que es la sobrina nieta de Desanka Maximovich y me sonríe. Yo bebo una cerveza, ella toma un capuchino. Hay alrededor nuestra un montón de ruido. Parece que es un cumpleaños, y un montón de criaturas pequeñas corren de un lado hacia otro gritando y golpeándose entre las mesas y la hierba, desmontando las rosas que no son de verdad ni de plástico: son una especie de rosas de lego, y al llamarles la atención Irina -han dejado caer su bolso al suelo y se ha derramado su contenido-, vemos sus caras. No son niños, son unos pequeños monstruos, con rostros deformes, casi como esas caras que adornan los pórticos de las iglesias en al año 1000. Y se acercan con sus navajas abiertas en las manos y tratamos de huir pero no podemos, y despierto al sentir que me apuñalan la espalda. Irina, mientras abro los aojos me dice: I have no time anymore.

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Carta abierta a Virginia

Ahora que el mundo se dirige hacia el abismo me gustaría ser capaz de darte una respuesta,Virginia, deiciseis años más tarde. Pero la dicha no será buena, pues llega demasiado tarde. Releo lo que me escribiste. Pessoa decía que todas las cartas de amor son ridículas. Tenía parte de razón, pero lo decía con la tristeza del que no ha recibido ninguna.
Radiguet era aún más cruel. Él decía que no hay género epistolar más fácil, que basta con estar enamorado. Puede que tuviera razón. Para el que recibe estas cartas, para el que no ama, nos suele desbordar el ver un corazón abierto. Antes existía un museo en una bocacalle de la calle Granada, un museo hermoso. Solo había cuadros del siglo XIX y, de entre todos ellos, solo uno notable, o al menos, el único que ha quedado en mi memoria.
Es un cuadro de Simonet, y recuerdo solo el título por el que popularmente se lo conoce: Y tenía corazón. El cuerpo de la mujer desnudo sobre una mesa de autopsias, y un médico barbudo, vestido con levita, sostiene el corazón muerto en su mano derecha y lo contempla.
La memoria es vaga como un escolar cuando se avecina junio. No sé por qué nunca fuimos capaces de forzar el hilo de la vida y acercarnos, vivir sin miedo aunque fuera unos días, un amor prodigioso como la pólvora de los fuegos artificiales.
No sé por qué fui un cobarde.
Ser un cobarde en el amor es la peor de las cobardías, sobre todo porque entonces no tenía nada que perder y es un mal que se repite cíclico, infatigable, cuando menos te lo esperas. Como las fiebres que procura la malaria. Como este codo roto hace tantos años que sigue doliendo.
Vivía solo, como ahora. Podría haber perdido la amistad de Juan, pero una amistad como la mía o como la tuya era una amistad muerta. Viviste con un muerto muchos años. Si lo pienso bien, puede que me alegrase de su muerte. Pues no sé por qué seguiste con él. Tenías tanto que dar, tanto que ofrecer, que resignarte a la noche de Midnight es algo incomprensible.
Tú tampoco comprendías que ante el universo que me dabas yo permaneciera estático. Era tanto o más absurda tu vinculación con la nada, que mi incapacidad por actuar: ese componente inerte que te lleva a negar el viento que sopla en tus velas. Negarlo todo. Para los que aman el miedo no es algo concebible.
Esta carta no ha sido como la del relato de Maughman, su veneno es de otra naturaleza, más amargo y duro. Esta carta no es más que la carta de un cobarde, que ni siquiera hoy puede enfrentarse a tu voz sin sentir el vértigo del temor en su oído. Me gustaría escribirte una carta notable, un prodigio, una carta de un suicida derramada sobre cientos de folios como la de Amis, pero no puedo. Solo te escribo desde aquí, desde el otro yo, para que sepas que no te olvido.
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Los números del elefante

El otro día, en el avión que me llevaba de vuelta a Dublín desde Barajas, me dediqué a fijarme en los libros que leían mis vecinos de vuelo. Bueno, esto no es como hace diez o doce años en el que más o menos todo el que viajaba en avión simulaba leer un libro, más o menos gordo, para aparentar que se era más o menos culto, o al menos, lector en la línea romántica que se respiraba en La insoportable levedad de ser en su versión fílmica, porque al Kundera en papel, nunca lo llegaré a conocer por razones que ya contaré algún día. Y entre los libros en español que más se repetían estaba Los números del elefante, de un tal Jorge Díaz, publicado en planeta.
Hacía años que no robaba un libro. Y menos a un desconocido. Pero en la confusión que sucede al aterrizaje del avión, fui capaz de sustraer a mi compañera de asiento, una muchacha joven y agradable que no se merecía lo que le hice, el libro en cuestión. Y claro, bajo el peso de la culpa, he tenido que leerme el libro lo más rápidamente posible y dejarlo en un banco en la facultad, con la etiqueta “pásalo”, con la idea de expiar mi pecado lo más pronto posible. Pero luego, tras hacerlo, he pensado en manos de quién quedará, si no dará con su celulosa en la papelera o en alguna de las últimas tiendas de viejo que quedan en esta ciudad.
Pero en fin, el libro está bastante bien, en sus cuatro primeras partes nos deja algún que otro sinsabor estilístico y estructural que se compensa con la argucia (no novedosa) con la que cierra el libro en su capítulo final. Sin embargo no deja de ser un libro que se puede leer, ágil, ameno, bien escrito en líneas generales con deudas de género que no lo desmerecen pero que en algún que otro momento hubiese preferido que no estuvieran. Pero para ser una primera novela es una primera novela estupenda, de las que más uno hubiera firmado sin poner peros. Con un solo fallo de edición (jueguen a buscarlo), bien presentada (mejor en tapa dura, claro) y bien distribuida. Para algo, Planeta llega a todas partes, incluso, ya ven, al Trinity en Dub.
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Revisitando a Kavafis

Estoy pasando unos días en Madrid en casa de mi amigo y excelente narrador costarricense Eladio Oresnes, tras tener que pasar por Alcalá de Henares para firmar unos libros en La librería de Javier, librería, de la que tendré que hablar en otro post largo y tendido porque se lo merecen, desde luego.
Aunque prefiero leerlo en su lengua original, no siempre tus amigos tienen en casa un ejemplar a mano de Kavafis, y la traducción de José María Álvarez me sigue pareciendo acertadísima. Así que, cuando esta mañana Eladio se fue a su trabajo en central de carga del aerpuerto, me dispuse a leer a Kavafis tras haber pasado casi tres años de su última lectura que, como no, tuve que hacer en la terreza del mi habitación en el Hotel Nueva Inglaterra, frente a la bahía de Alejandría que tanto amó.
Kavafis nunca desmerece con el tiempo, ni con los años. Aún recuerdo el impacto que causó en mí su profunda percepción de la realidad cuando era apenas un muchacho imberbe de trece años. El afán de convocar a esos escritores de la Alejandría clásica, su evocación del deseo, su amor hedonista por la belleza del cuerpo, la nostálgica rememoración de un tiempo pasado donde la gloria de la ciudad de Alejandría tiene nombres propios, me siguen resultando un espacio poético donde permanecer, como esos jardínes de Luxemburgo en París, o el querido Jardín Botánico de Eladio en Madrid.
Aún recuerdo las tardes que he pasado sentado en L’elite rellenado las páginas en blanco de mis cuadernos con anotaciones que quién sabe qué habrá sido ellas. Pero ese pensamiento permanece en mí, remain, es más acertado este vocablo, contemplando la letra caligrafía de Kavafis en la pared mientras una muchacha copta, sentada sola en una mesa, el rostro descubierto y la mirada viva de los audaces, me ensañaba los dibujos a plumilla que había realizado de todas aquellas cosas que le llamaban la atención de la Alejandría triste y decadente de hoy, la Alejandría que amo sobre todas las ciudades.
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Meditación de Sagar

cuántas veces tendré que viajar hasta su orilla 

y bañarme en el agua turbia de este Ganges
para quedar limpio de todo mal cometido

cuántas veces tendré que quemar mi cuerpo
y cuántas veces seguiré en su orilla
reencarnación tras reencarnación
atendiendo a tus ritos
para que este tiempo
ahora muchas veces remoto
se detenga
para que se ahoguen sin prisa
mis poblaciones enteras

cuántas veces

durante cuánto tiempo

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Juan Midnight

Juan Midnight no era un buen escritor. A veces pienso que ni bueno ni malo porque lo único que alguna vez llegamos a ver sus amigos de su producción escrita fue un relato, un relato tan breve, que la verdad, no sé qué pensar. Hace un par de días, tras leer el post de Rafael Muñoz Zayas sobre Al hilo de lo suicida I, pensé que tendría la decencia de aclarar algo sobre él, ya que lo mencionaba junto a Casimiro Gosnapiris, pero, como ya es habitual, no lo hizo, así que voy a contarles algo sobre Midnight.
Decía que hace un par de días hablé con su esposa, debería decir con su viuda, pero no se acostumbra uno a saber que tus amigos se van muriendo, uno tras otro, a veces porque el pulso de la vida se los va llevando, otras porque decir cortar ese mismo pulso sin ningún pudor. No me costó mucho trabajo dar con ella. Las páginas blancas de Teléfonica online son muy efectivas (perdonen la publicidad). Tuve que llamar un par de veces, la primera vez no atendió la llamada porque al ver el prefijo de Irlanda le dio por pensar que era una especie de timo, de estafa telefónica, y , según me contó luego, se había vuelto un tanto desconfiada. Es normal, yo también me he vuelto desconfiado con los años. Al ver que insistía decidió descolgar el auricular y ver quién llamaba, por si era alguien que conociera y que necesitara algo.
Nos pusimos al día el uno del otro en unos minutos, quiso devolverme la llamada, pero llamé de un locutorio y al no tener móvil, desistió y seguimos hablando. Sus hijos habían crecido bien, el mayor había heredado parte de la inconsistencia de Juan y ella temía por su vida. “Cualquier día aparecerá muerto, como su padre”, llegó a decirme. Y era allí adónde quería llegar. Porque en el fondo llamaba para tener la seguridad de que Juan Midnight, el narrador secreto, se había suicidado.
Ella me relató más o menos lo que ya sabía. Que dejó su puesto de conductor de ambulancias por el estrés que le acarreaba. Que se matriculó en Ciencias Empresariales por darle gusto a su madre anciana y enferma, que poco a poco un miedo horrible a que la muerte le sorprendiera en cualquiera lado le fue agarrando (sí, como temo que le pasó a Balder) y que agobiado por su familia y sus deudas tomó un trabajo en una de las empresas que arreglan las carreteras secundarias propiedad de un primo de su cuñado Alberto. Le pregunté en qué consistía su trabajo y me dijo, que ya lo sabía, que no tenía por qué preguntarle eso, que era un especie de vergüenza para ella y sus hijos, Juan Midnight, el que tanto sabía, el erudito con dos doctorados en Antropología e Historia del Arte, había pasado los últimos meses de su vida con un mono amarillo dando paso y cortándoselo a cuantos vehículos se acercaban a su zona de obras de la carretera.
Pero en realidad, como ella siempre afirmó, incluso en el juicio que les facilitó la vida, su marido no había muerto por accidente. Era algo que Virginia no podía creer. Las últimas noches que hablaron las pasó despierto porque temía dormirse y morir. Pasaba las noches escribiendo en esos diarios en blanco que siempre llevaba consigo y luego quemando las hojas en un plato. Un camión que transportaba un generador eléctrico para la subestación Andrómeda II se lo llevó por delante. Quedó aplastado como una mariposa en el frontal de la cabeza del camión. Amarillo y rojo.
Por cierto, llevaba un diario encima que pasó a ser secreto de sumario pero que se perdió en el sótano del Palacio de Justicia de Málaga. Hoy solo conservamos uno de sus relatos. Y es el que sigue:

Y el hombre supo entonces que era sombra de su sombra”.

Hace poco Rafael fusiló su microrelato. Y aunque algo cambió, no llegó a mejorarlo.

Si alguien sabe de que diario hablo, no dude en decírmelo. Pagaría por él.

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Cupido, reteniendo a un galgo.

Las personas aman, no les basta
con saber que todo amor acaba.

Insisten, se hacen con el yugo.
Pero insisten, aunque ése saber
les cansa y todo les duele más
que una noche ártica con hielo,
y les incita a convocar un nombre,
a anudarse en la muñeca una cuerda
débil, algo frágil como tatuarse,
como pactar con sangre o jurar
con katana como solo debe hacerlo
un samurai, o redactar un contrato
en el mismo papel que habrán
de fumar
-saben que es algo que no,
no, no tendrán que cumplir-
porque saber no les basta,
e insisten – porque no les importa-
en ser personas que aman
-a veces- y no son necios, tan solo:
insisten y eso les basta.

Pero no existe el amor.

Bien lo saben.

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